Las consecuencias del confinamiento obligatorio están hoy en el centro de las reflexiones de toda la sociedad. Fruto de esto, las redes sociales se inundaron de pequeños videos que retratan o caricaturizan la nueva cotidianidad doméstica.
Sin embargo, esas piezas audiovisuales, incluso cuando son producidas por artistas del campo del cine, el teatro o la danza (personas que hoy pasan los días preguntándose, con legítima preocupación, cuándo y cómo podrán recuperar sus oficios), parecen más dirigidas a satisfacer la demanda de fugacidad variopinta de las redes que a afirmarse como cortometrajes (es decir, ejercicios cinematográficos, aunque sean de formato breve). Hay una explicación posible para esto: la
idea de que una película, incluso corta, no se hace entre dos personas, en la propia casa, sin un guion desarrollado y puesto a prueba en laboratorios y sin una producción y un equipo detrás.
Hace más de 15 años que El Pampero Cine se dedica a discutir esa idea y a intentar demostrar (fuertemente inspirados en el ejemplo del teatro independiente de nuestra ciudad) que con el concurso de algunos artistas entusiastas y algunos dispositivos tecnológicos accesibles se pueden crear máquinas de ficción que, lejos de lamentar su precariedad de medios, hagan de ella un trampolín para la imaginación. Por eso, las condiciones de rodaje de este pequeño film son solo un poco más extremas que las habituales en El Pampero – y que produjeron películas que luego convivieron en festivales y salas, sin ningún complejo de inferioridad, con otras películas hechas con recursos materiales incalculablemente mayores.
En todo eso seguramente pensábamos cuando, minutos antes del comienzo de la cuarentena obligatoria, y previendo que la cosa podía ir para largo, fuimos a la oficina de El Pampero a agarrar algunos de los artefactos simples que hay ahí para producir imágenes y sonidos. En todo eso y en los procedimientos tantas veces probados en experiencias cinematográficas y teatrales anteriores: borrar los límites tradicionales entre equipo técnico y elenco, poblar las ficciones de nuestros afectos, experiencias y objetos, tomar lo más particular y ridículo de la propia vida, llevarlo a su colmo y transformarlo en ficción.
Nos interesa aprovechar algunas posibilidades que nos da el cine por sobre cualquier otra arte: la de narrar el encuentro de un espacio habitado con un cuerpo extraño, y que la escritura brote de allí; la de que eso suceda en una circunstancia histórica impar y ello produzca el cruce del relato íntimo con el Gran Relato; la de afirmar, una vez más, que la comedia puede ser un camino hacia la reflexión profunda.
De paso, en consonancia con tantos reclamos mundiales por un cambio de paradigma social y ambiental, estos pequeños films pueden contribuir a que un cine más artesanal y menos contaminado de residuos industriales sea, finalmente, tenido en cuenta.
Un adulto que vive solo goza de un raro privilegio: puede convertir su casa en una suma de arbitrariedades que no deben ser negociadas – un laberinto que, como el de Minotauro, está hecho a la medida de un único ser, pero que, a diferencia de aquél, no está pensado para dañar a nadie. Ese privilegio es ejercido al límite por un tipo particular: el coleccionista de objetos.
Este pequeño film muestra el encuentro de una mujer y un espacio que no le pertenece pero donde está pasando la cuarentena del coronavirus: el departamento de su novio, casi ausente en la imagen pero presente en la extrema particularidad con que se ha ocupado de llenar cada palmo del espacio. Lo estamos haciendo casi íntegramente esas dos personas y cuenta con el apoyo amistoso y remoto de algunos amigos y la colaboración presencial e involuntaria de plomeros, albañiles, barrenderos y otros circunstantes con barbijo.
CONSTANZA FELDMAN Y AGUSTÍN MENDILAHARZU, 2020.